Saqué las cartas al jardín, las rocié con aceite y eché una cerilla para prenderles fuego. Las cajas ardieron entre vivas llamaradas, pero el contenido tardó en quemarse más de lo que imaginaba. Era un día sin viento y la blanca columna de humo se alzó en línea recta apuntando al cielo de verano. Era como la enorme planta que creció hasta el cielo de «Las habichuelas mágicas». Si yo trepara por ella, tal vez, allá en lo alto, encontraría un pequeño mundo donde todas las cosas que pertenecían a mi pasado coexistieran con alegría. Sentado en una piedra del jardín, sudando a mares, contemplé inmóvil cómo se alzaba la columna de humo. Era una cálida mañana de verano que anunciaba una tarde tórrida. La camiseta, empapada en sudor, se adhería a mi cuerpo. En una vieja novela rusa, las cartas servirían para alimentar el fuego en una noche de invierno. Jamás para arder en el jardín, rociadas con aceite, una mañana de verano. Pero en la sórdida realidad del mundo en que vivimos, personas empapadas en sudor queman cartas por la mañana, y en verano. En este mundo, uno no puede guiarse por sus preferencias. Hay cosas que no pueden esperar hasta el invierno.

Haruki Murakami – “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”

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